En 2015, comenzó una convocatoria a través de las redes sociales bajo la consigna “Ni Una Menos” como respuesta a una serie de femicidios ocurridos en Argentina. A siete años de aquella convocatoria y sobre qué significó y qué le estaría faltando a la Justicia para ser más efectiva en los casos de violencia de género en lo que tiene que ver con la prevención, opinó para Télam la Dra. Mariela Labozzetta, titular de la Unidad Fiscal Especializada en Violencia Contra las Mujeres del Ministerio Público Fiscal.
A siete años de ese 3 de junio, cuando miles de mujeres se congregaron en las calles bajo la consigna “Ni una Menos”, una de las certezas que tenemos es la necesidad de complejizar los análisis y las acciones.
La interpelación al sistema de justicia tuvo consecuencias relevantes, aunque no podemos celebrar haber alcanzado las transformaciones profundas que se requieren que tienen que ver, centralmente, con eliminar la impunidad y asegurar que las investigaciones por los casos de femicidios y violencias de género sean eficientes, desprovistas de estereotipos, no revictimizantes y genuinamente reparadoras.
Claro que una reconfiguración tan estructural es un proceso, y en eso estamos. Las interpelaciones se intensifican y los avances son sinuosos; a veces, incluso, esa sinuosidad tiene retrocesos.
Pero quiero detenerme en dos aspectos. El primero tiene que ver con algunos de los cambios que aun tiene pendientes el sistema de justicia. El segundo, con poder decir con todas las letras de qué hablamos cuando hablamos de violencia y sus causales.
La primera necesidad de complejización tiene por destinatario al sistema judicial, que aun no desterró la mirada que ubica a la violencia de género como un equivalente de la violencia doméstica. Salir de esa simplificación implica ver las violencias menos visibles y, en definitiva, comprender que la raíz de la violencia machista no es la familia sino la estructura patriarcal en la que se organiza el mundo (de la que la familia, claro, es parte). Esa ampliación del foco ilumina, por ejemplo, que los femicidios no son sólo los crímenes de mujeres cometidos por sus parejas, sino que también un desconocido puede matar con motivos de género: femicidios por motivos sexuales, femicidios en contextos de crimen organizado (trata de personas, explotación sexual, narcotráfico), en contextos de encierro; travesticidios o transfemidicios. Esto no es un detalle pequeño porque los últimos informes de UFEM muestran, en términos generales, que solo la mitad de los casos de femicidios y crímenes por prejuicio de género son calificados (y condenados) jurídicamente como tales. Traducido: falta mucho camino para terminar con la impunidad y dar cuenta de la dimensión real de este fenómeno criminal.
Y, aún más allá en términos de invisibilización, el sistema judicial sigue siendo ciertamente impermeable a las expresiones de violencia de género cuando las mujeres o personas LGTBI ingresan a su ámbito como acusadas. Hay muchos ejemplos que tristemente ilustran esto, como el caso de Higui -que llegó a juicio acusada por homicidio por haberse defendido de una violación de un grupo de atacantes-, o el caso de Cristina Vázquez -quien se suicidó en 2020 después de haber estado presa 11 años por un crimen que no cometió y del que finalmente fue absuelta-. También la cantidad de mujeres vulnerables presas por narcomenudeo con múltiples indicadores de violencia previa. Es decir, aun hoy hay un porcentaje de casos que constituyen, literalmente, violencia institucional sobre mujeres ejercida desde el sistema judicial, reproduciendo o perpetuando las violencias anteriores y sin capacidad para identificar y discriminar estos casos.
Aquí aparece el segundo de los puntos al que quiero referirme: los femicidios y los demás casos de violencia machista que se tratan en el sistema de justicia son (aun con los problemas señalados) solo la parte más explícita. Pero, a la pregunta de “¿y entonces cómo terminamos con la violencia de género?” no se puede responder sólo con la herramienta judicial. Por un lado, porque el poder judicial es también un engranaje de sostenimiento de las relaciones de poder patriarcal. Pero, además, porque sería una respuesta superficial. El origen de la violencia es, sencillamente, la desigualdad estructural entre varones y mujeres en el mundo. Una muestra muy elocuente la trae el último informe de OXFAM (de mayo 2022) sobre el incremento en la concentración de la riqueza durante la pandemia: se concluyó que la brecha salarial de género -cuyo cierre las previsiones anteriores a la pandemia estimaban en 100 años- pasó a 136 años. Es decir, recién en 136 años las mujeres vamos a poder cobrar salarios iguales a los varones. Ni hablar del acceso a la riqueza en sí misma, del cual las mujeres estamos prácticamente excluidas. El mismo informe muestra que los 252 hombres más ricos del mundo poseen un patrimonio mayor que todas las mujeres y niñas de América Latina .
En síntesis: este 3 de junio no podemos dejar de sostener y reforzar las voces y las acciones de este camino emprendido por los feminismos para la transformación social y cultural, para la igualación de derechos, para la comprensión cabal de la violencia machista, sus orígenes y la dimensión de sus consecuencias. Por Dra Mariela Labozzetta – Télam SE