Por Jorge G. Castañeda
(CNN Español) — Al igual que en el resto del mundo, la invasión rusa de Ucrania ha obligado a los países de América Latina a definirse frente a un acontecimiento imposible de ignorar. Muchos hubieran preferido no tomar partido en un conflicto que a primera vista les resulta ajeno, y que no ha afectado a la región en un primer momento tanto como a otras zonas. No fue posible.
La definición se ha impuesto a través de varios mecanismos, de importancia desigual. En primer término, los Gobiernos latinoamericanos se han pronunciado con comunicados de sus cancillerías o con declaraciones presidenciales. En segundo lugar, sus representantes se han visto obligados a votar, ya sea en el Consejo de Seguridad de la ONU (en el caso de México y Brasil), ya sea en la Asamblea General de las Naciones Unidas, ya sea en la Organización de los Estados Americanos (OEA). Tercero, los países se han definido mediante la adopción (o no) de sanciones contra Rusia, siguiendo a Estados Unidos, la Unión Europea, Japón, Canadá y Australia, entre otros. Lo extraño, pero en el fondo no tan sorprendente, es que las posiciones asumidas por cada país en las tres categorías no fueron siempre y todas las mismas.
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Los presidentes de México y Brasil han tendido a querer refugiarse en la neutralidad con declaraciones o silencios, pero sus votos en el Consejo de Seguridad, donde ambos son miembros no permanentes este año, fueron contundentes. Se pronunciaron claramente a favor del proyecto de resolución que condenó la invasión rusa. Procedieron de la misma manera en la votación de la Asamblea General, aprobada por 141 países. Sin embargo, Brasil se abstuvo en la votación de la OEA invasión, y se ha negado a imponer sanciones a Rusia, aduciendo que el fertilizante que importa de ese país es indispensable e insustituible.
Conviene recordar que el presidente Jair Bolsonaro visitó a su homologo Vladimir Putin en Moscú escasos días antes de la invasión rusa. México sí aprobó la resolución de la OEA. Cuba, Nicaragua, El Salvador y Bolivia se abstuvieron sobre las resoluciones de la Asamblea de la ONU o de la OEA, aunque la situación no es idéntica para todos. Venezuela (es decir, el Gobierno de Nicolás Maduro, no reconocido por buena parte de la comunidad internacional, pero con pleno dominio del territorio) no pudo votar en la ONU por falta de pago y está representada en la OEA por el equipo de Juan Guaidó.
Cuba no es miembro de la OEA. Constituyen el grupo de países que, si bien reprueban el uso de la fuerza por Rusia, prefieren no sumarse a la condena clara y firme de los patrocinadores de las resoluciones ya mencionadas.
Argentina es otro caso curioso. El presidente Alberto Fernández viajó a Moscú en febrero y declaró que su país podía ser la “puerta de entrada” de Rusia a América Latina. Votó a favor de la resolución de la ONU, pero se abstuvo en la OEA, sin aclarar con precisión por qué existían dos posiciones del mismo país sobre el mismo tema.
En cuanto a las sanciones, además del citado caso de Brasil, ningún país de la región se ha animado a imponerlas. Unos quizás no lo han hecho por simpatía por Rusia, otros pretextando antecedentes históricos inexistentes, pero todos se han visto obligados a aceptar las consecuencias de las sanciones ordenadas por Estados Unidos y otras naciones.
En particular, ya no pueden utilizar el sistema SWIFT para transferencias entre sus bancos y los bancos rusos afectados, y el congelamiento de activos del Banco Central de Rusia se aplica también a los posibles depósitos en bancos latinoamericanos. Creo que es factible que en los próximos días o las siguientes semanas, Washington y Bruselas desplieguen mayores esfuerzos en América Latina para que algunos países se sumen a las sanciones, aunque fueran puramente simbólicas. Por ahora, como bien dice Andrés Oppenheimer, ninguna nación latinoamericana figura en la lista de los países menos queridos por Putin.
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Ahora bien, esta ambivalencia regional encierra consecuencias. La primera es que la dispersión de posiciones dentro de cada país de manera inevitable entraña una división entre países. Y esa división implica debilidad o impotencia para actuar en el concierto internacional. De cualquier manera, América Latina difícilmente podría desempeñar un papel primordial en un conflicto remoto y en el que sus intereses vitales no se encuentran en juego. Pero una voz latinoamericana unida y consecuente, si existiera, podría apoyar las represalias y las gestiones mediadoras de otros. No existe, y todo sugiere que no va a existir.
Enseguida, es claro que en los márgenes donde la región podría actuar de forma significativa –por ejemplo, en lo tocante a los precios del petróleo y de los granos– la imposible coordinación dificulta las cosas. Cualquiera que haya sido el origen del intento de acercamiento entre EE.UU. y Venezuela, en días recientes, se antoja complicado que prospere un posible acuerdo entre los dos adversarios sin la contribución de otros actores: Cuba, sin duda, pero también México y Brasil. Sin embargo, para Washington puede resultar difícil ya a estas alturas tenerles confianza a dichos países, y Nicolás Maduro tampoco se la tiene a Brasil, por lo menos. Entonces la idea de que se levanten las sanciones al crudo venezolano a cambio de concesiones estadounidenses trascendentes parece un poco descabellada; solo podría ser desarrollada con alguna participación regional.
Al igual que el resto del mundo, América Latina va a padecer las consecuencias de la guerra en Europa Oriental. Para los países importadores de petróleo como Chile, o de granos como México, el impacto económico será grave. Para los que sostienen dificultades para atraer capitales, el flight to quality en los mercados resultará altamente dañino. Y para todos, la marginación o la irrelevancia en las relaciones internacionales acarreará implicaciones intangibles, pero innegables. La indecisión y la división latinoamericanas no ayudan.