El Diluvio

El Diluvio

Por Nicolás Lona Kleinert

La mañana había sido clara. Julio había sido un mes helado en Buenos Aires y el sol tenue marcaba ya
el mediodía. Un viento espeso se hacía sentir en el aire como si acariciara con delicadeza las manos de
los transeúntes del microcentro porteño. Creí escuchar a alguien decir que eso era viento de lluvia.
Pero nadie hasta entonces había anticipado que podría llegar a llover ese martes.
Repentinamente comenzaron a caer algunas gotas. Caían instantáneamente como un suspiro. Al
principio se creía que iba a tratarse de un breve interludio entre el sol débil del invierno argentino por
la mañana y el frío sofocante de la noche. Pero siguió pasando en cada instante. Breve, eterno, como
si se tratase de un murmullo sereno y sistemático, errático como la predilección del clima en ese
mediodía. Pero eso no alteraba el paso de la gente que caminaba quejosa por Florida. Algunos siquiera
se refugiaban bajo los techos. Y las gotas caían, como un diálogo ligero y murmurado entre el cielo
gris y las baldosas de la peatonal, resbaladizas entre los pasos de la gente, como un abrazo helado e
invisible seguían cayendo cada vez más y más. Ya pasado el mediodía, la lluvia tomó más intensidad.
Había limpiado la basura de Florida y a su gente. Los banquitos se encontraban vacíos; era la primera
vez que se los veía desolados.
Durante las primeras horas de la tarde los oficinistas y empleados bancarios se limitaron a mirar la
lluvia caer por la ventana. En un principio se alegraron por el fin de la sequía, y cómo iban a florecer
las azaleas y el césped verde con ese gran respiro. Dos de ellos se encontraron en medio de una
discusión política, pero concordaban en que la lluvia iba a ser buena para las cosechas. El cielo se
encontraba completamente cerrado y las gotas caían de manera monocorde, sin tonalidad. Así fue
como ya entrada la tarde, la lluvia se intensificó.
Los pocos y pobres árboles tristes de las veredas del bajo porteño se encontraban solos en el paisaje.
La lluvia parecía ya un arrebato tan intenso como un zonda, fuera de los límites de lo cotidiano, el
agua caía ondulante haciendo eco en los pasos de los oficinistas que ya corrían alborotados. El
drenaje urbano estaba comenzando a saturar lentamente. Y ahí estaba por comenzar la inundación.
En el amanecer del miércoles la lluvia dolía como piel desgarrada. No había forma de batallar en
contra del curso de la naturaleza. La basura se amontonaba en las alcantarillas como recuerdos
amargos. En ese momento, el asfalto parecía un testigo silencioso que simplemente contemplaba el
cielo hasta quedar cubierto por el agua. Y así ocurrió desde el barrio de la avenida Juan de Garay
hasta Paseo Colón. El agua drenaba hacia la Casa Rosada, como si el Río de La Plata volviera a
reclamar la potestad de su antiguo terreno robado por la civilización. Y así entonces comenzó a
emerger un río paralelo entre el microcentro porteño y la Casa Rosada. Y todos esperaban que
escampara, y nadie, pero nadie venía a ayudar.
En los edificios del centro la gente iba subiendo de pisos para resguardarse del agua. Seguían
contemplando la lluvia pero esta vez sin alegría, con escalofríos; la temperatura del día se volvía
ambigua. No hacía ni frío ni calor. La tormenta no era sino el reflejo de los pensamientos tormentosos
de los porteños que allí se encontraban, pero el agua aún no había pasado la avenida 9 de Julio. El
ruido del diluvio persistente ya era un canto triste, sistemático, que parecía que no tendría fin y cuyo
principio ya parecía algo remoto y olvidado. Los pocos árboles ya tenían sus ramas caídas y parecían
inclinarse ante la melancolía del cielo gris y el canto apagado de los horneros. El silencio de la urbe
no parecía nada a la solemnidad de la noche que obliga a las personas a dormir en determinado
horario, sino que se trataba de un silencio natural y tan feroz e impuesto como un huracán.
Los refugios temporales de las personas sin techo quedaban ya al intemperie del azote implacable del
diluvio. Los cartones empapados y las mantas inútiles. Caminaban con la ropa mojada pegada a la
piel, temblando de frío, mientras que los rincones de las calles quedaban cubiertos por el agua. No
tenían a donde ir. El hambre ya era intenso y los alimentos imposibles de conseguir. Ya era jueves y
no comían desde la mañana del martes.
Para la tarde del jueves ya nadie podía entender como no había escampado aún. Los oficinistas del
microcentro porteño iban refugiándose del agua en los pisos más altos, y allí se quedaban aislados por
horas. La Casa Rosada se encontraba cubierta por la mitad. Toda la burocracia del país quedó atrapada
en los últimos pisos, cómo si se encontrarán aislados en la cúspide por siempre.
Finalmente, la lluvia se detuvo el viernes. Los oficinistas, empleados ministeriales y burócratas
quedaron atrapados en los últimos pisos, mientras que la gente en las calles había logrado tomar los
primeros. Ocuparon todos los pisos bajos de las oficinas, así también la casa de gobierno. Bloquearon
los ascensores y las puertas. Nadie podía descender del último piso. Tomaron todo el microcentro
porteño, los edificios se convirtieron en sus hogares. La lluvia había cambiado el panorama. Algunos
burócratas se tiraban desde los últimos pisos. La gente de la calle miraba con indiferencia los
cadáveres apresurandose a meterlos en los contenedores de basura. Y asi ocuparon, uno por uno, cada
una de las construcciones, mientras que siguieron sin poder subir a los últimos pisos de los edificios.
Les cantaban y gritaban traidores desde la calle, rezando para que siguiera la lluvia. Se comentó,
luego, con algo de desazón que los burócratas quedaron atrapados allí arriba para siempre, mientras
que las masas ocuparon las calles y los primeros pisos. Esa descendencia se mantuvo por los años.

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