Qué valiente acaba de ser el pueblo argentino acostumbrado a vivir en el abismo, ha saltado de una abismo a otro, para recuperar lo más sagrado, la libertad.
Sé que es un salto al vacío, pero entiendo tu hastío. Argentina no daba para más, asfixiada, esquilmada por un peronismo descompuesto moralmente. El pueblo argentino, prefirió arriesgarlo todo, porque ya lo había perdido todo: su grandeza que alguna vez tuvo, su riqueza, su atávica fe en sí misma, todo eso que los chilenos siempre hemos admirado con algo de envidia, que no era, en el fondo, más que admiración.
Empobrecida (“flaca, fané y descangallada”-como dice el tango), la quisieron comprar, le quisieron quitar la última dignidad que le queda a un ciudadano: la de su voto libre. Un candidato disfrazado de hombre bueno, usó su cargo de Ministro de Economía y esfumó 2 puntos del PIB para ofrecer “platita” fácil, pensando que los argentinos, no sólo habían perdido su riqueza sino también su dignidad. Pero se equivocó: si el pueblo argentino se hubiera vendido a esa burda oferta propia de delincuentes de la política, habría perdido su alma, habría vendido su alma al diablo. Y no lo hizo.
En un acto de rebeldía y libertad, rechazó el ofertón envenenado (que el mismo pueblo tendrá que pagar en los próximos meses en más inflación desbocada) y desarmó el peor de los maquiavelismos vistos en Latinoamérica en el último tiempo y prefirió tirarse al vacío, detrás de un “outsider” de la política, no porque no sepa los riesgos que ello conllevaba, sino porque lo primero que había que hacer era recuperar la libertad. Sin libertad, los pueblos son esclavos.
La libertad puede ser en algunos casos más importante que la igualdad. Ya sabemos en qué termina la igualdad sin libertad. En Latinoamérica se ha usado la segunda (“igualdad”) para robarle la libertad a los pueblos y llevarlos a las peores catástrofes: ahí están Cuba, Venezuela, Nicaragua. No se ha inculcado con suficiente fuerza la palabra libertad en nuestro continente. Tuvo que ser un “loco” que viniera a declamarla y gritarla a los cuatro vientos, para que un pueblo asfixiado, deprimido, desesperanzado la recibiera como una bocanada de aire puro. Quizás el “loco” sea un desastre: aún no lo sabemos, pero lo primero era liberarse interiormente del Síndrome de Estocolmo, esa enfermedad que padecen los secuestrados que terminan amando a sus secuestradores. Eso fue Argentina en estas últimas décadas: un pueblo secuestrado por una mafia política indecente, pero padeciendo el síndrome de Estocolmo, sin poder liberarse emocionalmente de sus victimarios, los Kischner, la Cámpora, los Massa (la versión más light de lo mismo), esa cáfila de la misma estirpe de Ali Babá y los 40 ladrones.
No puedo celebrar el triunfo de Milei, porque es para mí una incógnita abierta y también peligrosa: ojalá-por Argentina-termine siendo un Presidente mejor que el candidato desaforado y delirante que fue. Pero sí celebro el coraje del pueblo argentino de haber dicho de manera rotunda: “¡No!”, “¡Basta!” a una ideología y forma de ser (el peronismo) devastadora de la integridad moral del país, un cáncer muy difícil de combatir que había hecho ya metástasis en todas las células del tejido social. Fueron los jóvenes argentinos los que dieron el salto mortal: la campaña del miedo (de las más grotescas nunca vistas) no pudo con su ansia y anhelo de tener una vida mejor, con su sed de futuro que los populistas de izquierda de América Latina convierten y malean en utopías imposibles o mentirosas.
Argentina ha derrotado la mentira, el miedo, la esclavitud. Duele ver como tantos intelectuales de ese país prefirieron plegarse a la gran mentira de un encantador de serpientes en vez de enfrentarla y desnudarla (esa es la labor de un intelectual serio), dejarla al descubierto, empatizar con su pueblo secuestrado por décadas. Ya no me extraña esa abdicación de una parte de la cultura: los intelectuales de nuestro continente suelen ser muy ciegos ante los monstruos que ha engredado el “delirio americano” (expresión acuñada por el ensayista colombiano Carlos Granés).
José Santos Discépolo, ya lo dijo con claridad en su memorable tango “Cambalache”: “qué falta de respeto/que atropello a la razón/cualquiera es un señor/ cualquiera es un ladrón”. Los atropellos a la razón, los desfalcos, la falta de respeto a las instituciones ya habían cruzado hace tiempo la línea roja en Argentina. No sé como terminará esta historia: tal vez lo más cuerdo era hoy votar por un loco, tal vez sólo por echar afuera del poder a los ladrones y amos de la mentira y el miedo, valía la pena este riesgo, un tremendo riesgo, lo tengo claro. ¿Pero qué otra alternativa le quedaba a la pobre Argentina? ¿Seguir pudriéndose en manos de los profesionales de la decadencia?
Qué valiente acaba de ser el pueblo argentino: acostumbrado a vivir en el abismo, ha saltado de un abismo a otro, para recuperar lo más sagrado, la libertad y desde aquí, quizás, reconstruirse. Quizás. Ojalá. No estás solo, hermano argentino, desde el otro lado de la cordillera, te acompañamos en esta aventura a lo desconocido. Y si Milei falla, habrá que echar a Milei también a patadas, como acaban de echar a los mercaderes del templo. ¡Pero nunca volver atrás! Argentina nos ha dado a Borges, Cortázar, Piazzola, Juarroz y tantos otros grandes, que alimentan nuestro espíritu. Que ese espíritu profundo inspire a su pueblo y lo salve de una catástrofe peor de la que ya viene. Porque si Argentina se pierde, perdemos todos, la cordillera de los Andes lloraría y temblaría el continente entero. Porque como dijo Borges de Buenos Aires, Argentina: “te juzgo tan eterna/ como el agua o el aire”.
Un abrazo, hermano trasandino.
Cristian Warnken, profesor de Literatura