ADIÓS DOCTORA

Ya es todo cuesta abajo, señora.

Lentamente, sus días se van llenando de últimas ocasiones y actos de clausura, y la expectativa se convierte en nostalgia.

Es natural, a todos nos pasará en algún momento.

Cualquiera podría darse por satisfecho en su lugar, ha llegado a lo más alto de su carrera política, y ha acumulado las dos cosas que más quiso en el mundo: poder y dinero. Sería el tiempo indicado para retirarse, descansar y tal vez escribir unas memorias que muchos comprarían y mentirían haber leído.

Pero usted no es así, ¿verdad? No, claro que no. Usted detestará cada minuto.

Al principio los cambios serán groseramente evidentes. A partir de no mucho tiempo, ya no dispondrá de los bienes del Estado para su uso personal, deberá procurarse su propios juguetes, desplazarse a nivel del suelo y pagar por lo que compre. No podrá contarle a millones de personas los falsos detalles de su vida imaginaria, ni proyectar en un auditorio obligado sus frustraciones patológicas y los resentimientos que han moldeado su carácter como el impiadoso cincel de un escultor perverso.

Pero superará eso, señora. La mente humana es maravillosa para adaptarse a variaciones traumáticas. Superamos divorcios, mudanzas, muertes y catástrofes de todo tipo. Incluso superamos gobiernos desastrosos.

Los que son realmente difíciles de prevenir por insisdiosos y sutiles son los pequeños detalles que marcan la decadencia. Es como la juventud, señora, que se pierde en forma tan gradual e inevitable que no nos damos cuenta hasta que un día la imagen que nos devuelve el espejo nos resulta ajena, extraña y ominosa.

Y usted, acostumbrada a ser el centro, conocerá la periferia.

Un día alguien se dará cuenta de que ya no es necesario mantenerla informada de todo.

Un día alguien la hará esperar en el teléfono.

Un día alguien la recibirá con indisimulable fastidio.

Un día, señora, notará que aquella forma de relacionarse con las personas basada en el temor como remedo deforme del respeto, ya no es efectiva. Cosa curiosa el respeto, se obtiene más cuando más se entrega, y usted no ha entregado nada, nunca.

Aquellos a quienes usted ha ofendido, humillado y agraviado en el ascenso, se presentarán a cobrar sus cuentas en la caída.

Porque las lealtades alquiladas no son perennes, señora. Sus propietarios simplemente cambian de inquilino. Cual multitudes de Pedros, la negarán tres veces, o quinientas, si eso dictan las conveniencias del momento. Usted sabe mejor que nadie cómo es eso.

El poder se escurre entre sus manos ahora mismo, señora, y no se detendrá.

Soñará, claro, con un futuro regreso, y tal vez esa esperanza la mantenga a flote por un tiempo.

Pero cuando el periodismo voluble comience a ignorarla, cuando ya no alcance su primer nombre para identificarla en la nota de relleno de una página perdida, sentirá la mordida del miedo.

Ya no será “la Jefa”. Será “la vieja”. “¿Y ahora que quiere la vieja?” comenzará a escucharse en tono irritado ante cada llamado, cada pregunta, cada exigencia.

Su enfermizo deseo de trascendencia será aplastado en este país donde cada gobernante llega a su puesto con delirios fundacionales.

Cualquier cosa que haya hecho, cualquier legado que pretendiera dejar podrá ser borrado con una firma, con las manos levantadas de los mismos que hasta ayer le juraban fidelidad hasta la muerte.

Usted no será un mito, señora, porque los mitos se construyen a lo largo de los años con la contribución deliberada y constante de muchas personas motivadas por el respeto o la conveniencia. Descartado el respeto, sólo quedará la conveniencia, y rápidamente usted se convertirá en alguien inconveniente.

Quizás entonces se aferre a otra fantasía, la de fundar una dinastía. Pero ¡ay!, los herederos no parecen estar a la altura.

Usted ha cometido un terrible error en su vida, señora: no ha tenido amigos. Y le pesará, porque el refugio de los afectos está reservado a las personas buenas.

Le quedará, si acaso, la familia, suponiendo que sean capaces de soportar su creciente amargura.

Sé que está obsesionada por cómo la recordará la posteridad.

Lo mejor sería que la olvidara del todo, señora.

Porque de otra manera, la única huella que dejará su paso por esta vida, será una nota marginal en la Historia Universal del Fracaso.

Adiós, señora.

Por Jorge Asís.

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