Por Rubén Quintana*
Durante la cuarentena, fuimos testigos de inesperadas manifestaciones de la naturaleza, que se dieron como consecuencia de la menor movilidad de las personas y de la disminución de las actividades productivas. Así observamos, por ejemplo, cielos más limpios o fauna silvestre aventurándose en ámbitos urbanos. Esto llevó a reflexionar sobre la compleja relación que los humanos tenemos actualmente con la naturaleza. Muchos fueron los debates surgidos en torno al origen de la pandemia de COVID-19. Uno de estos plantea que su irrupción es la consecuencia de la actual degradación ambiental del planeta. En este contexto, volvió a actualizarse el concepto de salud hacia lo que se conoce como “Una Salud”, una definición que postula que nuestra salud está estrechamente relacionada con la salubridad del ambiente. Bajo este paradigma, la salud humana y
las sanidades animales son interdependientes y, a su vez, están vinculadas con el nivel de integridad de los ecosistemas naturales. Hoy, esta relación se encuentra afectada por la profunda crisis ambiental, derivada de las alteraciones que provocamos en la estructura y el funcionamiento de los ecosistemas del planeta, y su impacto sobre los patrones productivos y el bienestar humano. Los actuales modelos extractivitos y el avance de las fronteras agropecuarias incentivaron el acercamiento entre personas y animales silvestres. Asimismo, se produjo un incremento del número de animales domésticos por la intensificación de su producción (granjas de cerdos y aves o feedlots para ganado bovino). Esto facilita la transmisión de ciertas enfermedades de animales a humanos, así como, la mayor conectividad entre regiones contribuye a su rápida propagación, tal como ocurrió con el COVID-19.
Por otra parte, se reconoce que la biodiversidad aporta importantes contribuciones a la humanidad, entre estas la protección de la salud. Una alta biodiversidad puede amortiguar la transmisión de enfermedades porque permite reducir la densidad poblacional de un importante reservorio natural para los patógenos. Eso sucede, por la disminución de la densidad poblacional de vectores o por una posible reducción de las tasas de encuentro entre vectores y reservorios o entre reservorios. Este fenómeno, por el cual la alta diversidad reduce el riesgo a la enfermedad se denomina “efecto de dilución”. Por el contrario, los ambientes modifican- dos pueden representar nuevas oportunidades para muchas especies silvestres, como los murciélagos y roedores, que encuentran en estas condiciones aptas para su establecimiento y desarrollo. Esta situación genera una mayor diversidad por presencia conjunta de especies que en la naturaleza habitarían áreas diferentes y, por ende, de virus transmitidos a los humanos. La mayor concentración de especies en estos entornos antropizados lleva, a su vez, a la presencia de una mayor concentración y diversidad de virus, con el consiguiente aumento del riesgo de transmisión por contacto directo, por infección de animales domésticos o a través de su orina o heces.
La evidencia indica que las actividades humanas juegan un papel fundamental en la propagación de enfermedades. La acelerada pérdida de diversidad biológica exacerba el riesgo y la incidencia de enfermedades infecciosas a través de la transmisión desde animales a humanos. Desde la década de los 80, junto al rápido avance de las fronteras agropecuarias y urbanas, se han cuadruplicado los brotes infecciosos, muchos de ellos procedentes de animales (gripes porcina y aviar, ébola, hantavirus, dengue, entre otros).
Por lo planteado, queda claro que los humanos ju- gamos un papel decisivo en esta pandemia, ya que, la destrucción de hábitats naturales, la disminución de la biodiversidad y la alteración de los ecosistemas facilitan la propagación de virus. Estos riesgos se incrementan con la globalización, porque facilita la colonización de nuevos territorios y la evolución de nuevas formas de estos patógenos. Una manera de controlarlos en su hospedador original es mante- ner ecosistemas naturales saludables. Para eso, es imprescindible que cambiemos nuestros hábitos de consumo y los modos de apropiación de la naturaleza. Durante este tiempo de pandemia, escuchamos decir en reiteradas ocasiones que deberíamos aprender de esta experiencia a fin de avanzar hacia un mundo más sostenible. Cabe preguntarse entonces, ¿seremos capaces de estar a la altura de las circunstancias y encaminarnos hacia un cambio de paradigma en nuestro modelo de desarrollo? La reactivación post-pandémica de nuestras actividades no parece indicar un cambio de rumbo a pesar de las reiteradas señales de alerta que la naturaleza nos envía día a día. (Página 12)
*Biólogo-ecólogo. Investigador Principal del CONICET y Profesor Asociado de la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM). Director del Instituto de Investigación e Ingeniería Ambiental (UNSAM-CONICET). Presidente de la Fundación Humedales/Wetlands International