Érase una vez una joven indígena, tan bella como graciosa, hija de un poderoso cacique de una tribu que vivía en un claro de la selva. La chica, que no pasaba nunca desadvertida, era amada por un guaje de la misma tribu, amor al que ella también correspondía. El joven era apuesto, valiente, un guerrero, pero, también, un chiquillo de muy tierno corazón.
Al conocer que su hija amaba y era amada por un chaval que él no creía merecedor de su progenie, el viejo cacique, que también era un poderoso hechicero, decidió acabar con el amor entre los jóvenes del modo más fácil y eficaz. Un día llamó al amante de su hija y, por medio de sus artes mágicas, lo llevó a lo más espeso del bosque en donde acabó con su vida sin miramiento alguno.
A medida que pasaba el tiempo la joven empezó a sospechar del odio de su padre hacia su novio y, harta ya de su ausencia, decidió ir en la búsqueda del hombre que amaba adentrándose en las profundidades de la selva. Allí descubrió los restos de su amante y, llena de dolor, volvió a su casa para increpar a su padre, amenazándolo de que iba a contar a todos los viles asesinatos que había perpetrado.
El viejo hechicero, cobarde, decidió acallar a su propia hija transformándole al instante en un ave nocturna para que no pudiera contar el crimen. Pero, aunque consiguió que su hija pasara de humana a animal emplumado, no consiguió hacer desaparecer su voz y, convertida ahora en pájaro, la joven emitía con profunda tristeza el lamento por la muerte de su amado.
Desde entonces, cuando uno se adentra en la selva de Bolivia, puede escuchar un llanto triste y débil, capaz de enloquecer a algunos hombres. Es el guajojó, el ave que una vez fue una bella joven enamorada.