Por Carlos A. Montaner
Nota del editor: Carlos Alberto Montaner es escritor, periodista y colaborador de CNN. Sus columnas se publican en decenas de diarios de España, Estados Unidos y América Latina. Montaner es, además, vicepresidente de la Internacional Liberal. Las opiniones aquí expresadas son exclusivamente suyas.
(CNN Español) — En 1991, durante el gobierno del presidente George H.W. Bush (el padre, para ser más claro), se desplomó la Unión Soviética (URSS). Fue una buena noticia para Occidente, pero no todo resultaba perfecto. A pesar de que, según el Tratado sobre Fuerzas Nucleares de Rango Intermedio, firmado en 1987 y que entró en vigor en 1988, tanto Estados Unidos como la Unión Soviética se comprometían a eliminar los misiles balísticos nucleares y convencionales de alcance medio y corto en una zona de influencia, Rusia concluyó que no era aceptable deshacerse de todo el material. Recordemos que fue Trump quien retiró a EE.UU. de este acuerdo en 2018, alegando que hubo varias violaciones de Rusia al acuerdo.
El 20 de enero de 1993, Bill Clinton comenzó a gobernar en Washington. Entre los problemas que heredó del presidente Bush estaba qué hacer con las armas nucleares en poder de los países satélites de la antigua URSS. Había uno singularmente equipado: Ucrania. Allá había 1.900 ojivas nucleares. Era el tercer país con más armas atómicas. Después de Estados Unidos y la URSS, nadie, ni siquiera Israel, el Reino Unido o Francia los igualaban.
Disponía de silos estratégicos y de aviones temibles capaces de destruir todas las ciudades estadounidenses de más de 50.000 habitantes con bombas de 400 a 550 kilotones, 27 a 37 veces más poderosas que las que pulverizaron Hiroshima, según el artículo del investigador sénior Steven Pifer “Order from Chaos. Why care about Ukraine and the Budapest Memorandum”, publicado por Brookings Institution.
Con toda solemnidad, ante la atenta mirada de Estados Unidos y el Reino Unido, Rusia y Ucrania firmaron el Acuerdo o Memorándum de Budapest. Allí, todas las partes se comprometían a respetar las fronteras y límites de Ucrania, lo que constituía un reconocimiento de su soberanía sobre todo el territorio en 1994, y, aunque no se menciona, ello incluía la península de Crimea y la región del Donbás en el este de Ucrania, junto a la frontera de Rusia, llena de rusos étnicos que hablaban ruso y no ucraniano. Además, se establecía que Ucrania recibiría el pago por el costoso uranio enriquecido que había en las cabezas de los proyectiles, reutilizables en plantas de energía nuclear, a lo que se agregaba la destrucción de los silos y el desguace de los aviones.
Sin embargo, en 2014 ya no mandaba Yeltsin en Rusia sino Vladimir Putin, que le arrebató a Ucrania, manu militari, la región de Crimea y la ciudad de Sebastopol, e inició una guerra en la región del Donbás que, a fines de 2021 había causado 14.000 muertos y 1,5 millones de desplazados. Putin vulneró el Memorándum de Budapest, lo que desató una respuesta internacional, quizás porque Ucrania era el segmento mayor de esa amalgama que reprimía las ansias nacionalistas de las regiones.
Es obvio que las armas nucleares sirven, entre otras cosas, para evitar las invasiones. Si la India y Pakistán no entran en un conflicto total es por las bombas atómicas que poseen las dos naciones. Y si Corea del Norte se da el lujo de amenazar a Corea del Sur, donde hay apostados unos 28.500 soldados estadounidenses, es por el armamento nuclear que posee. Hoy, puede que Ucrania se lamente de haber entregado todo el armamento atómico que tenía.
Creo que Putin no iba a “cambiar” Moscú y San Petersburgo por destruir absolutamente a Ucrania. Claro que podía acabar con Ucrania y no dejar piedra sobre piedra, pero no conseguiría impedir que pulverizaran las dos capitales que existen en el país y, también su cabeza política. O acaso la otra. La de respirar y andar por la vida. Y con esa no se juega.