EL PUNTO CRÍTICO

El 18 de mayo en Moscú, los secretarios generales de la Organización de Cooperación de Shanghai y de la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva fijaron los principales parámetros de cooperación entre dos de las principales expresiones del nuevo mundo multipolar. A este nuevo ordenamiento mundial, más justo y solidario, la Argentina podría sumarse en forma concreta a partir de una invitación formal: la cumbre virtual de los Brics, de la que China será anfitrión.

El 18 de mayo en Moscú se produjo un acontecimiento que, por supuesto, ocupó poco espacio en los medios de comunicación hegemónica del “Occidente democrático”. Los secretarios generales de la Organización de Cooperación de Shanghai (OCSh)(1)  y de la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva (OTSC)(2)  fijaron los principales parámetros de cooperación entre dos de las principales expresiones del nuevo mundo multipolar. En síntesis, se trata de más de la mitad económica, política y social del planeta. Por supuesto, los datos estadísticos que lo confirman están al alcance de todos.

El escueto comunicado oficial destaca específicamente la “existencia de la necesaria y sólida base legal” para el incremento de la cooperación bilateral entre la OCSh y la OTSC que incluyan, además de diversas formas de interacción y la práctica de reuniones cumbres, “la mutua participación en las actividades organizadas” por ambas partes.

Esas actividades conjuntas fueron definidas por primera vez en 2007: “proveer a la seguridad y la estabilidad regional e internacional; contrarrestar el terrorismo; luchar contra el narcotráfico; interceptar el contrabando ilegal de armamentos y enfrentar al crimen organizado transnacional”.

El último antecedente de la acción conjunta de ambas organizaciones ocurrió a principios de este año en dos acontecimientos casi simultáneos: la precipitada retirada (huida) estadounidense de Afganistán con la consiguiente llegada al poder de los talibanes y el intento de golpe de estado en Kazajstán. El común denominador en ambos casos fue el propósito del narcotráfico por tomar el control de una estratégica región del Asia Central y reflotar el proyecto del Estado Islámico o Gran Califato. La OCSh y la OTSC prácticamente establecieron un cordón sanitario en las fronteras norte de Afganistán e hicieron saber a la dirigencia talibana que respaldarían el nuevo régimen afgano en el marco del respeto al derecho internacional, la lucha contra el narcotráfico y la preservación de la estabilidad en toda la región. Como resultado de su aceptación, el gobierno talibán recibe ayuda directa de ambas organizaciones, incluyendo la gestión conjunta de importantes proyectos de infraestructura económica.

En Kazajstán, para la misma época, la red del narcotráfico financiada por grandes intereses financieros mundiales, la que tiene su centro en el “triángulo de oro” asiático intentó desestabilizar el gobierno del presidente Kasim-Yomart Tokáev, respaldándose en los círculos mafiosos del anterior gobierno de Nursultán Nazarbáiev. Mientras la OCSh ponía en marcha un dispositivo de seguridad colectiva y control de fronteras, la OTSC envió un contingente conjunto de fuerzas militares que contribuyó al rápido restablecimiento del control por parte del gobierno constitucional kazajo.

En ambos casos y contra la infundada opinión de Washington que a priori condenó la “invasión rusa”, en contados días, prácticamente sin violencia, la situación se normalizó y los respectivos gobiernos retomaron su gestión independiente. Las fuerzas extranjeras se retiraron tanto de las ciudades kazajas como de las regiones fronterizas. Fue una inédita demostración de la nueva realidad internacional, precisamente contraria a la tradicional, indefinida y cruenta ocupación de la OTAN y Washington en los Balcanes, en el Magreb africano, en Siria o en Somalía, y a la desenfadada injerencia colonial del Departamento de Estado en casi todos los países de nuestro continente latinoamericano.

La gestión conjunta de la OCSh y la OTSC tiene su correlato en el funcionamiento de entidades interregionales como los BRICS, la Liga Árabe, la remozada ANSEAN o nuestra CELAC. Se trata de un tejido mundial de intereses horizontales que se contraponen al verticalismo que pretende imponer el obsoleto mundo unipolar, hegemonizado por los Estados Unidos.

El Nuevo Banco de los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) ya asiste financieramente a 80 países con asignaciones superiores a los 30.000 millones de dólares, destinadas a proyectos de infraestructura, energético y de transporte. Por cierto, un nuevo “cliente” del banco es Uruguay. La OPEP+ coordina y controla el mercado mundial del petróleo (y en breve el del gas) hasta tal punto que Arabia Saudita y Catar, dos conspicuos miembros del triunvirato principal (el tercero es Rusia), no le atienden el teléfono al olvidadizo Joe Biden, quien les reclama infructuosamente que violen el acuerdo OPEP+ de control sobre la producción y el precio del crudo.

El anciano presidente norteamericano incluso no logró que su colega indonesio, Joko Widodo, vetara la presencia de Rusia en la cumbre del G-20 en Balí, en noviembre próximo. El Kremlin ya confirmó la asistencia de Vladímir Putin a la misma.

En la propia Europa Occidental, las contradicciones entre sus países, además de resquebrajar el pretendido frente antirruso que intenta armar Washington, vuelcan a la Unión Europea hacia un peligroso corredor cuyo destino final es la autoeliminación. Con una descerebrada (Macron dixit) OTAN que hace agua por todos los costados y no logra volver a la añorada unidad de cuando la agresión a Yugoslavia en 1991. Turquía y Croacia contra el ingreso de Suecia y Finlandia a la alianza, Hungría y Serbia desafiando el dictado del embargo de la UE contra el petróleo ruso. Italia, Alemania, Austria y con ellas todo el resto desobedecen expresas órdenes de Washington y aceptan el procedimiento bancario ruso para comprarle el gas a Gazprom.

El proceso de desintegración del dominio unipolar ha llevado al resurgimiento del “atlantismo”, como expresión final de ese dominio, sustentado por los países anglosajones. Su característica principal, además de la pérdida de su hegemonía mundial, se evidencia en su extrema agresividad. Además de la crisis europea, este proceso ha provocado también la creciente militarización del sudeste asiático, del Golfo Pérsico, del Atlántico Norte y de nuestro mar austral. Sobrada muestra de esto último es la conversión de las Islas Malvinas en una sobrecargada base militar. La OTAN deja definitivamente su cobertura “europea” para convertirse en la fuerza pretoriana mundial del atlantismo.

El punto crítico de todo este cuadro se concentra, sin dudas, en el conflicto en el sur ucraniano. Hago un rápido punteo: en noviembre de 2013 el presidente ucraniano Víktor Ianukovich detuvo el proceso de asociación con la Unión Europea y aceptó negociar con Rusia nuevas condiciones de alianza, incluyendo la financiera. La oposición prooccidental y neonazi levantó barricadas, promovió cruentos actos de violencia y en febrero de 2014 depuso al presidente e instauró un régimen de terror. El movimiento fue prácticamente dirigido por la representante diplomática de Washington en Kíev, Victoria Nudland, quien ahora es asesora de seguridad nacional de Joe Biden.

Las regiones industriales del sudoriente ucraniano, desde Járkov hasta Odessa, rechazaron el golpe. El Donbass (tradicional cuenca carbonífera y del hierro) creó sus repúblicas independientes de Lugansk y Donetsk. Los movimientos autonomistas de Odessa, Járkov, Jersón y otras ciudades fueron literalmente ahogados en sangre y fuego por las bandas neonazis que ya habían tomado el control del gobierno de Kíev, primero con Petró Poroshenko, un poderoso industrial vinculado con las mafias financieras, y luego con Vladimir Zelenski, un popular cómico de la televisión ucraniana.

Tras ocho años de agresión y preparación bélica en el Donbass, el régimen de Kíev alimentado generosamente por la OTAN (incluyo obviamente a los Estados Unidos como líder y financista principal de esta organización), concluyó el alistamiento para la invasión a las repúblicas autónomas, con una aplastante mayoría poblacional rusa. De acuerdo con documentación recuperada por las milicias de Donetsk y de Lugansk, la invasión estaba planeada para el 8 de marzo y, además del despliegue militar, comprendía ataques con armas biológicas, ya ensayadas desde laboratorios ocultos financiados por Washington, en pobladores de las ciudades del sur ucraniano. Este objetivo fue la verdadera causa de la descarada violación por Kíev de los acuerdos políticos de Minsk, firmados en febrero de 2015 por Alemania, Francia, Rusia, Kíev y las repúblicas autónomas, que comprometían la solución pacífica del conflicto y la reforma constitucional en Ucrania. Más de quince mil muertos y ciudades arrasadas fue el resultado de la agresión neonazi, nunca condenada por el Occidente unipolar.

En la memoria colectiva del pueblo ruso permanece inalterable el 22 de junio de 1941, cuando el nazismo invadió la Unión Soviética. En los primeros seis meses, el ejército alemán devastó el territorio europeo de la URSS, llegó hasta las puertas de Moscú y sólo fue detenido a costa de millones de muertos. No existe familia rusa que no tenga sus muertos en la Gran Guerra Patria. Este fue el argumento básico del Kremlin para lanzar lo que llamó “operación militar especial”. Evitar un nuevo 22 de junio y lograr la desnazificación de Ucrania.

Tres meses después, el objetivo militar está cumplido: la cuenca del Donbass está liberada, los destacamentos neonazis aniquilados, el régimen de Kíev no logró su inclusión en la OTAN ni en la Unión Europea. Más importante aún es el resultado político: fueron destruidos los designios atlantistas de rodear a Rusia y a China con sus bases, fragmentar la asociación estratégica de los nuevos centros multipolares (en especial Rusia y China), imponer su dominio sobre los principales frentes económicos estratégicos mundiales y reemplazar el derecho internacional por “normas regidas por valores” definidos por la coalición atlantista.

Una simple recorrida por los principales datos económicos, comerciales y financieros mundiales abonará esta nueva realidad. La paradoja dialéctica hizo que estas intenciones hegemónicas operaran en sentido contrario al propuesto: las sanciones contra Rusia ponen al mundo, a muy corto plazo, al borde de la mayor crisis energética y de la hambruna más grande de los tiempos modernos. La debacle económica en Europa Occidental y en los Estados Unidos es cada vez más apremiante. Los países emergentes acentúan sus ventajosas alianzas con los países “malvados” como Rusia, China o Irán. El centro del poder unipolar enfrenta situaciones cada vez más complicadas en el dictado de sus imposiciones al mundo.

La negativa de los países latinoamericanos a la exclusión de Nicaragua, Cuba y Venezuela, dispuesta por Washington, en la próxima Cumbre de las Américas, evidencia claramente el colapso de la política colonialista norteamericana en nuestro continente, considerado por Washington como su “patrio trasero”.

La mencionada confirmación por Indonesia de la invitación a Rusia al próximo G-20, contrariando expresas indicaciones de la Casa Blanca o la fragmentada votación en la ONU impulsada por Washington para lograr la expulsión de Rusia del Consejo de Derechos Humanos complementan una realidad cada vez más contrapuesta a los propósitos hegemónicos atlantistas.

La formal invitación de China (país anfitrión) a la Argentina para que participe de la cumbre virtual prevista para el 24 de junio por los BRICS, es una decisiva posibilidad para que nuestro país se sume a este nuevo mundo multipolar en forma concreta. No se trata de un ofrecimiento circunstancial. Desde hace unos diez años que tanto Rusia, como China y la India promueven la inclusión de nuevos miembros. Uno de los primeros en la lista es nuestro país, siempre visto como una gran plataforma para el desarrollo de la cooperación económica, en primer lugar, pero también para la consolidación de objetivos políticos estratégicos como la desmilitarización del Atlántico Austral, la defensa del clima, el desarrollo de las energías renovables, el mantenimiento del status no nuclear del continente o la utilización pacífica del espacio exterior.

La realidad nacional e internacional imponen actitudes, conductas referenciadas en este nuevo ordenamiento mundial, más justo y solidario. Mantener una dependencia respecto de los dictados del malévolo centro unipolar es no ver esa realidad y maniatarse en el ejercicio de las tres consignas más determinantes de la historia moderna argentina: soberanía política, independencia económica y justicia social.

Este es el momento justo para definirnos como nación. El punto justo de toma de decisiones.

Por Hernando Kleimans – Telam SE

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