Pocos días atrás, el Fondo Monetario aprobó el acuerdo con la Argentina. Pero, al mismo tiempo, la titular del organismo, Kristalina Georgieva expresaba que los “riesgos para el programa de la Argentina son excepcionalmente altos” y aclaró que “los efectos indirectos de la guerra en Ucrania ya se están materializando”. Humildemente, el 7 de marzo este Bolsillo, aseguró que la invasión rusa desarmaba todo el acuerdo y que por eso mismo había que barajar y dar de nuevo. El FMI, un poco lento, pero no perezoso, anticipó a mayo la primera revisión del acuerdo, previsto originalmente para junio. Ya que “la pronta recalibración del programa, incluyendo la identificación y adopción de medidas apropiadas, según sea necesario, será fundamental para lograr los objetivos del programa”, expresó el propio Fondo en ese comunicado oficial.
Trascendió que los técnicos del organismo internacional pondrían la lupa sobre tres temas “centrales”, por definirlos de alguna manera: inflación, dólar y reservas. Todos vinculados, y en todos ellos, las autoridades locales estarían medio flojos de papeles.
De los tres sobresale la cuestión de la inflación. Para el presidente Alberto Fernández, “hay diablos que hacen subir los precios y lo que hay que hacer es hacer entrar en razón a los diablos”. O sea que en lugar de Roberto Feletti sería conveniente tener un exorcista en la Secretaría de Comercio. Quizás funcione. Luego, en tono más contemporáneo, el Presidente dijo que su gobierno debe encarar “el problema de la inflación autoconstruida, una inflación que está en la cabeza de la gente. La gente lee que los precios de los alimentos suben y suben los precios de todo”. Es posible. Pero “la gente” no sube los precios. Hay “gente” que remarca y existen fenómenos macroeconómicos que explican una parte importante de esos aumentos. Finalmente, y siempre en el mundo de las metáforas, Fernández propuso una especie de terapia de grupo con sindicalistas y empresarios para enfrentar la suba de precios. No suena mal en el país con mayor cantidad de psicólogos por habitante del planeta.
Lo importante en este caso es que el gobierno se comprometió con el FMI a una inflación anual del 48% y el ministro Matías Kulfas apuntó al 50%; pero la mayoría de los economistas calculan que no bajaría del 60%. Uno podría decir que 12 puntitos no parecen gran cosa, pero esos puntitos, como la gente, se reflejarían en otros terrenos económicos. Un sólo ejemplo: el bono para jubilados que estudia el gobierno. Se trata de un mecanismo que el FMI desautorizaría para mantener el acuerdo. Sobre todo, porque detrás vendrían actualizaciones para planes sociales y otros desembolsos oficiales. Erogaciones que, se sospecha, deberán cancelarse con emisión de moneda. Emisión que alimenta el déficit y que debe ser esterilizada en gran medida por el BCRA. Un trago de nafta (gasoil no porque escasea) a los precios.
Por otra parte, el comunicado del FMI destacó: “un marco monetario y cambiario mejorado que ofrezca tipos de interés reales positivos y un tipo de cambio real competitivo contribuirá a apoyar la demanda de activos en pesos y a mejorar la cobertura de las reservas. Estas medidas ayudarán a preparar el camino para una eventual relajación, basada en condiciones, de los controles de divisas”.
Veamos. El Banco Central está acelerando la devaluación del peso que, de todas maneras, sigue muy por detrás de la inflación. En el primer bimestre del año los precios crecieron 8,8% y el dólar lo hizo en 4,6%. Desde diciembre de 2019, o sea, la asunción de Alberto Fernández, la devaluación llegó al 79,4% y la inflación trepó al 123,5%. Así, encontrar un “tipo de cambio competitivo” suena un poco extraño. Si se equilibran esas dos variables, el salto inflacionario sería más que complicado para manejar.
Las cuestiones de las reservas se resolverían en gran medida con el propio desembolso del FMI, aunque faltarían unos US$3.000 para llegar a la meta fijada con el organismo para 2022. Ese sería, actualmente, el tema más sencillo para resolver.
Y en este punto comienzan otros problemas, también anticipados por Bolsillo. Es que, de la deuda en pesos, el 80% indexa por inflación, el 60% de los pasivos vence en dos años y suma unos US$ 67.000 millones. Un ajuste para hacer competitivo el tipo de cambio, acelerar la devaluación, por caso, sería un anábolico de complicado metabolismo en las finanzas públicas. Sin contar que una suba de tasas impactaría de manera muy fuerte en la deuda en pases y leliq’s del BCRA (absorbidos por la emisión para monetizar el déficit), que suman unos US$ 48.000 millones. La receta del FMI, subir la tasa y dólar competitivo, parecen encontrarse en el campo de las contradicciones con la baja de la inflación. Al menos en la Argentina. Y por ahora.
Por último, al menos por ahora, unas líneas sobre otro anticipo de Bolsillo: otro impuesto. Esta vez a los que fugaron divisas al exterior sin pasar por la AFIP que sería destinado al pago de la deuda con el FMI. Más allá de los condicionamientos técnicos, anticipados por Clarín, existe otra razón no menor: el acuerdo con el FMI impide moratorias o blanqueos. Sería más sencillo, por caso, que la AFIP comience a trabajar en ampliar la base de contribuyentes (muchos de ellos los fugadores de esos millones de dólares) que exhiben símbolos de riqueza de manera pública y que figuran, en el mejor de los casos, como monotributistas. No parecería ser tan difícil en el país de los unicornios tecnológicos conseguir especialistas en cruce de datos. Se trata de trabajar un poco más y no seguir cazando en el gallinero.
Últimas líneas para otro dato: en el gobierno confían en apelar al argumento de la guerra para conseguir un waiver en la primera visita de control del FMI. Los verdaderos problemas comenzarán en la segunda ronda de control, allá por agosto.
Oscar Martínez (Clarín Bolsillo)