Cuentan que en una casa habían vivido ocho hermanos, todos de buen corazón y projimidad. Una de ellos se había hecho enfermera, y los demás habían trabajado en distintas ocupaciones; y dicen que sólo ella quedaba con vida y que todos los demás ya se habían muerto.
Con el tiempo, dicen que la mujer fue a vivir al pueblo; quedó vacía la casa familiar. Uno de esos días, ya en la villa, vino una antigua compueblana suya a visitarla y conversar con ella.
– Mira, fulana, ¿quién está viviendo hoy en la vieja casa de tu familia?
– Nadie.
– Entonces, quisiera saber cómo es que cada tarde alguien viene a lamentarse a grandes voces allí.
– ¿Y no sabes qué días viene? -dijo la enfermera.
– Yo suelo oír allí la lamentación los lunes y los viernes de tarde.
– Entonces, por favor, presta atención si sigue así; averigua bien y luego ven a avisarme -le dijo.
La vecina volvió a su casa, hizo lo que le habían pedido, y después de cierto tiempo regresó al pueblo.
-Toda esta semana escuché esos lamentos en la casa de ustedes -le dijo a la enfermera. Entonces esta fue de prisa a ver a un sacerdote, y le contó el caso. El pa’i le respondió: “Recuérdame ese día y acompáñame al lugar”, le dijo.
Al llegar el día señalado, el cura se puso la sotana, y junto a la enfermera fueron en primer lugar a lo de la vecina; desde allí, al escuchar a quien estaba sollozando con fuerza en la casa familiar, los tres se encaminaron hacia allá. Efectivamente, las quejas comenzaban cuando el sol estaba a punto de hundirse en el Poniente; de sollozo en sollozo, se oían estas palabras: “¡Ni a uno solo pude llevarme conmigo! “.
Corría un arroyito frente a la casa: el terreno declinaba, y pasadas las aguas, comenzaba la cuesta que conducía a ella; los visitantes debían seguir aquel trayecto.
Cuando comenzaron a bajear, el pa’i y las mujeres vieron ocho lámparas prendidas alrededor de la casa, en medio de los incesantes lamentos. Dicen que las luces estaban dispuestas en torno a la casa, y su hermosa brillantez podría verse desde lejos. Cuando el grupo cruzó el arroyo y empezó a subir la loma, se vio que las luces se habían reducido a cinco.
Iban acercándose más y más a la casa. Poco antes de pasar la tranquera, las luces ya eran únicamente dos. Y al cruzar el portón y entrar en el patio, quedaba solamente una lámpara. Al momento de llegar, la solitaria luz de hacía pocos instantes se había convertido en un mezquino lampión. Y coincidió que cuando éste se extinguía, los tres entraban a la casa; los sollozos cesaron, y los tres alcanzaron a ver a un gigantesco mono de pelo alazán, dando vueltas sobre una mesa. Las dos señoras ya rezaban, y probablemente, el cura también.
El enorme mono comenzó a disminuir de tamaño: a medida que giraba sobre la mesa; iba achichándose y achicándose cada vez más. Cuando ya era muy pequeño, el padre le preguntó:
– Qué estás haciendo aquí, ¿qué es lo que tanto te duele?
– ¡Lastimosamente a ninguno le pude llevar conmigo hasta ahora: ¡siete ya se fueron, y ni siquiera tengo la esperanza de que venga conmigo la que aún vive! -dijo el mono.
– Entonces, ya lo sabes -le dijo el cura-. Te ordeno que abandones este lugar y no vuelvas más.
El animal seguía dando vueltas; sin embargo, en una de ésas, desde una esquina de la mesa saltó al suelo y desapareció antes de llegar a la pared trasera de la casa. En ese instante el mono era apenas del tamaño de un gato.