En la negra tiniebla se destaca,
Como un brazo extendido hacia el vacío
Para imponer silencio a sus rumores,
Un peñasco sombrío.
Blanca venda de nieve lo circunda,
De nieve que gotea
Como la negra sangre de una herida
Abierta en la pelea.
¡Todo es silencio en torno! Hasta las nubes
Van pasando calladas,
Como tropas de espectros que dispersan
Las ráfagas heladas.
¡Todo es silencio en torno! Pero hay algo
En el peñasco mismo,
Que se mueve y palpita cual si fuera
El corazón enfermo del abismo.
Es un nido de cóndores, colgado
De su cuello gigante,
Que el viento de las cumbres balancea
Como un pendón flotante.
Es un nido de cóndores andinos,
En cuyo negro seno
Parece que fermentan las borrascas,
Y que dormita el trueno.
Aquella negra masa se estremece
Con inquietud extraña:
Es que sueña con algo que lo agita
El viejo morador de la montaña.
No sueña con el valle, ni la sierra,
De encantadoras galas;
Ni menos con la espuma del torrente
Que humedeció sus alas.
No sueña con el pico inaccesible
Que en la noche se inflama
Despeñando por riscos y quebradas
Sus témpanos de llama.
No sueña con la nube voladora
Que pasó en la mañana
Arrastrando en los campos del espacio
Su túnica de grana.
Muchas nubes pasaron a su vista,
Holló muchos volcanes,
Sus plumajes mojaron y rizaron
Torrentes y huracanes.
Es algo más querido lo que causa
Su agitación extraña:
Un recuerdo que bulle en la cabeza
Del viejo morador de la montaña.
En la tarde anterior, cuando volvía
Vencedor inclemente,
Trayendo los despojos palpitantes
En la garra potente,
Bajaban dos viajeros presurosos
La rápida ladera:
Un niño, y un anciano de alta talla
Y blanca cabellera.
Hablaban en voz alta, y el anciano
Con acento vibrante:
«Vendrá, exclamaba, el héroe
predilecto, De esta cumbre gigante.»
El cóndor, al oírlo, batió el vuelo;
Lanzó ronco graznido,
Y fue a posar el ala fatigada
Sobre el desierto nido.
Inquieto, tembloroso, como herido
De fúnebre congoja.
Pasó la noche, y sorprendiólo el alba
Con su pupila roja.