EL HOMBRE JOVEN Y EL ATAÚD

EL HOMBRE JOVEN Y EL ATAÚD

         Entre dos cejas de monte había un camino oscuro, allá al pasar el pueblo de Kira’yty, hacia donde nosotros estamos. Dicen que cierta noche un jinete regresaba por ahí a su casa, saliendo del pueblo; en el terraplén, hay un tramo donde el camino se adelgaza. Plantas de filodendro, helechos y otros colmaban sus orillas, y desde luego, el lugar era allí más sombrío. Y cuentan que cuando el señor entró en ese trecho, se topó con un largo ataúd, atravesando el camino y estorbándole el paso; y dicen que había una gran luz de luna llena. Se aproximó el hombre para verlo mejor: se inclinó hacia aquel féretro y observó que adentro había una sombra blanca. No estaba, pues, vacío el hueco: algo tendido estaba ahí. Entonces el caballo se encabritó y se plantó: no estaba en absoluto dispuesto a pasar por encima de aquello. Al sentir el temor de su montado, el señor comenzó a tener miedo también. Retrocedió. Tomó otro camino, el que pasa por el pueblo de Chararâ, para que, pegando esa vuelta, regresara a su casa. Al pasar esta población, hay un ancho portón; dicen que al arribar ahí, el señor entrevió a una pequeña señora, sentada al costado del portón. Se apeó.

         – En vano te has desviado -dicen que ella le dijo-. Vuelve sobre tus pasos, desandando el camino que acabas de hacer.

         El hombre volvió a montar, y haciéndole caso omiso a la mujer, colocó del lado del lazo su caballo, buscando abrir la hoja derecha del portón; dicen que tanteó y no encontró la tranca: estaba llaveado, pero tampoco encontró cadena y candado por parte alguna; desde luego, había oscurecido mucho en ese lugar. Y, por supuesto, no quiso cortar la alambrada para pasar, pues ello hubiera significado meterse en casa ajena.

         – No podrás pasar -dicen que le reiteraron dos mujeres pequeñas (entonces ya eran dos). Vuelve sobre tus pasos -insistieron ambas.

         El hombre no tuvo otra que desandar su mismo camino. Y dicen que cuando se alejaba un tanto de allí, sintió que una mano se prendía apenas de su cintura. Miró y encontró a una de las pequeñas mujeres, que iba con él a la grupa. Ahí mismo el hombre se desvaneció, siempre sobre la montura, y el caballo por su cuenta lo condujo hasta su casa, que también era la de sus hermanas. En esas condiciones nunca recordó cómo pudo pasar el ataúd que obstruía el camino.

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