EL CASO DE DON VITÓ

EL CASO DE DON VITÓ

         Había una vez un señor que no tenía esposa, ni hijos, ni hijas; nadie lo acompañaba. No obstante, casi al final de sus días, trajo a un muchacho para que lo asistiera en los quehaceres de la casa y del campo, ayudándolo en las faenas de la chacra y en el cuidado del ganado, los caballos y demás.

         Cierta vez el joven se acercó al anciano, y se quedó observándolo con curiosidad. El viejo estaba sentado y hablaba solo, diciendo lo que decía, en palabras que solo él parecía comprender. Entonces el mozo se acercó y le preguntó:

         – Tú, don Vitó, ¿qué estás haciendo?

         – Pues estoy hablando con el sol -le contestó.

         El joven lo miró con asombro, dibujando una sonrisa, y le dijo:

         – ¿Y cómo puedes hablar con el sol?

         – ¿Por qué no? Yo converso con el sol –dijo- y también con la luna y el viento.

         El criado no quiso creerlo.

         Y en muchas ocasiones volvió a encontrar al anciano hablando con quien hablaba, sin que hubiese nadie a su lado.

         Pasó un buen tiempo, hasta que cierta mañana el joven se acercó al viejo para avisarle que ese día no se quedaba a trabajar. Conducía una carreta en la que, ayudado por unos vecinos, traían a alguien con síntomas de alguna dolencia. El anciano salió y preguntó:

         – ¿Y por qué no te vas a quedar?

         El joven respondió:

         – En aquella carreta estamos llevando a un enfermo. Iremos al pueblo para ver si pueden medicarle ahí.

         Entonces el anciano le dijo:

         – ¿Puedo ver al enfermo? -y se acercó a la carreta; observó detenidamente a quien en ella venía y dijo:

         – Éste vivirá aún una semana y un día.

         El muchacho no hizo sino sonreírse, subió a la carreta y siguieron camino.

        De regreso del pueblo, volvieron a pasar por la casa del viejo. El muchacho entró a decirle:

         – ¿Ves, don Vitó, que has mentido? Qué una semana y un día. A este enfermo un doctor le dio remedios, y vivirá seguramente treinta, cuarenta años más, y al cabo morirá.

         Luego siguieron de largo.

         Al día siguiente volvió el joven a trabajar. Pasaron una semana y un día. A los dos días vino el muchacho muy temprano y le golpeó la puerta a don Vitó, que aún dormía. Le dijo:

         – ¡Había sido verdad, don Vitó, lo que dijiste! Justo al cabo de una semana y un día falleció el enfermo.

         Después, como este tipo de noticias se transmite velozmente, por todos lados ya se conocía el acierto de don Vitó; la gente, entonces, acudió a visitar al viejo. A más día eran más los que le visitaban; venían, venían, y él: “Tú vivirás un año” le decía a uno, “y tú, un año y dos meses, y tú, un año y dos meses y una hora”, pronosticaba a cada cual: todos sus vaticinios se cumplían; la gente moría en el tiempo que él pronosticara. Nunca erró. Igualmente, ocurría con las mejorías: si decía “fulano se curará”, el fulano se curaba. Acertaba con todos.

         Un día, el joven, sentado al lado del viejo, le preguntó:

         – Tú, don Vitó, seguramente eres feliz -le dijo.

         – ¿Y por qué, hijo?

         – Tienes una gran suerte -le dijo-, seguramente ya sabes exactamente cuándo morirás.

         – Y sí, lo sé bien -dijo.

         – De tal modo, estás tranquilo -siguió diciendo el muchacho-. Te bastará con sentarte aquí a esperar la hora en que la Muerte venga a buscarte -le dijo.

         – ¡Mira que eres tonto! -dijo don Vitó-; cuando la Muerte se acerque para llevarme, he de huir muy lejos de ella.

         Después, un día de esos, en una semana en que el muchacho tenía mucho que hacer, quedó a dormir en un establo, al lado de la casa de don Vitó; después, en medio de la madrugada, el viejo se levantó y fue a despertar al muchacho:

        – Fulano, despierta y ensilla mi caballo y prepárame un avío -le dijo-. Debo salir inmediatamente.

         Fastidiado el chico, y adormilado todavía, dijo:

         – ¿Por qué no me lo dijiste anoche?

         – No, porque acabo de ver en sueños a la que me está buscando. A las cuatro en punto de la tarde vendrá por mí la Muerte -le dijo-. Por tanto, voy a huir de ella, dejando este lugar.

         Entonces, después de prepararle el montado, colocó en las alforjas la comida que iba a llevar el viejo. Éste montó en su buen caballo y se fue. Se fue pasando de largo cuantos lugares había; realmente lejos se fue. Pasó el mediodía, la una, las dos, las tres. Ya estaba muy lejano de su casa.

         Hacia las cuatro de la tarde arribó a una delgada corriente de agua. Al llegar a la orilla, se detuvo. No pudo pasar. Como ustedes supondrán, el lugar no era transitable. Era honda la corriente y escarpadas las orillas; comenzó a cabalgar a orillas del agua, buscando un vado, hasta que llegó a un sitio en que parecía que podía cruzar el arroyo. Y cuando el caballo comenzó a mojarse las patas en el agua, de repente saltó una rana y asustó al animal; y al encabritarse éste, el señor cayó al agua, llevando la cabeza contra una piedra en medio del cauce. Ahí murió.

         Salió entonces el ángel del Señor, el enviado de Dios, como decimos nosotros, riéndose largamente y diciéndole:

         – Oh, Vitó, ¿acaso me crees muy tonto? Desde luego, es aquí mismo donde te he esperado, a la hora señalada.

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