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“Érase una vez un pintor de gran talento que fue enviado por el emperador de China a una provincia lejana y recién conquistada, con la misión de traer a su vuelta imágenes pintadas. Tras un largo viaje en el que visitó en profundidad todos los territorios de la provincia, el pintor regresó, pero sin embargo no portaba ninguna imagen. Ello generó sorpresa en el emperador, quien terminó enfadándose con el pintor.
En ese momento, el artista solicitó que le dejaran un lienzo de pared. En él, el pintor dibujó con gran detalle todo lo que había visto y recorrido en su viaje, tras lo cual el emperador acudió a verlo. Entonces el pintor le explicó cada uno de los rincones del gran paisaje que había dibujado y explorado en sus viajes. Al acabar, el pintor se aproximó a un sendero que había dibujado y que parecía perderse en el espacio. Poco a poco, el pintor se adentró en el sendero, metiéndose en el dibujo y haciéndose cada vez más pequeño hasta desaparecer tras una curva. Y cuando este desapareció, lo hizo todo el paisaje, dejando el muro completamente desnudo”.
Este cuento de origen chino es algo complejo de entender. Para ello debemos ponernos en la posición del pintor y lo que hace a lo largo de la historia: por un lado, observa la realidad, pero por el otro, y como se ve al final cuando se une a su obra, forma parte intrínseca de ella. Se trata de una alegoría de que, aunque podemos ser observadores de lo que acontece en el mundo queramos o no somos parte de él: si algo ocurre en esa realidad nos afecta a nosotros, ya que somos parte de ella, mientras que lo que nos pase a nosotros no está alejado de la realidad.